domingo, 27 de noviembre de 2016

HEROÍNA

Como una vasija que moldear. Como un montón de fango sin forma ni vida propia. Así se sentía entonces.  No había podido evitarlo, pero por más que intentó poner en práctica aquellas lecciones de identidad de sus clases de criminología, desistir empezó a parecerle la única opción.

“La víctima en reclusión debe aferrarse a su identidad”. “Cuánto más firme mantenga su mente más difícil le será a  su verdugo la dominación”.  Falacias. Eslóganes vacíos destinados a justificar una profesión en su opinión.

A veces, en la soledad de aquel cuarto, mirando aquellas mohosas paredes  recordaba con nostalgia la chica que fue. Aquella vivaz joven que empezó criminología con el fin de ayudar a salvar vidas. Lecciones, preparación física. Aquella inocencia que le hacía creer que toda esa preparación la convertirían para siempre en una heroína. De esas que ayudan a otras a salir del fango. De las que perseguían verdugos. Odiaba pensar que aquella chica que fue no entendería la mujer en la que se había convertido. O mejor dicho, en aquella mujer que él había creado.

Pero ocurrió. Aquella inocencia se la arrancaron de cuajo aquella noche en la que él decidió que sería suya. Ni siquiera le oyó venir. Caminaba de vuelta a casa cuando de pronto la golpearon fuertemente con algo contundente. Después de eso pronto se volvió todo oscuridad.

Cuando despertó ya estaba allí. Entre aquellas paredes que parecían empequeñecer la habitación cada día que pasaba. Entre aquellos muros que podía tocar con ambas manos si se estiraba un poquito. Aquellas paredes cubiertas de moho y humedad eran su nuevo hogar. El mismo hogar que había aislado sus gritos, su llanto y sus súplicas rogándole que parase. Deseando que alguien la oyese y acudiese a salvarla.

Pero nadie apareció nunca. Nadie apareció para evitar convertirla en vasija. En una vasija en la que él entraba y salía cuando quería. Sin pedir permiso. Sin hacer caso a sus negativas y súplicas. Visitarla cada noche parecía ser su pasatiempo favorito.  Nada cambiaba, él parecía disfrutar con cada grito. Con cada llanto. Entraba, hacía uso de su vasija y se marchaba cerrando la puerta con llave. Así era su rutina.

Hasta que ella dejó de gritar.  Hasta que sus llantos pasaron a ser sollozos en silencio. Él pareció notar el cambio. Su actitud no cambiaba ciertamente, le gustaba seguir torturándola, pero cada vez prolongaba más su estancia en la habitación tras terminar. La observaba, se recostaba a  su lado. Parecía que había encontrado su hogar. Parecía feliz con aquella muñeca creada a su gusto.

Y aquella confianza, fue su mayor error. Una noche le oyó dormirse a su lado. Le parecía el colmo.  Ahora también quería acabar con su soledad. Con aquella soledad en la que se refugiaba cuando él se marchaba. Se dio la vuelta mirándole enfurecida y entonces notó algo. Algo brillaba en su cuello. Llevaba atado a un cordón plateado una llave.

Su pulso se aceleró.  Sus pensamientos iban a mil por hora. ¿Podría lograrlo? ¿Podría conseguir huir sin hacer ruido? Pero… ¿Y si se despertaba? Puede que fuese su fin. Entonces volvió otra vez como una visión a su memoria aquella chica llena de ilusiones que un día fue. Y pensó que tal vez su fin ya había llegado lo lograse o no. Y que puede que si conseguía escapar jamás volviese a ser aquella chica pero bien podía ser otra. Mejor o peor pero quien ella quisiese.

No recuerda mucho más después de aquello. Todos son imágenes borrosas de la lentitud con la que abrió la puerta.  De la carrera. De su aliento fatigado al dar apenas unos pasos. De las ramas que arañaban sus piernas desnudas al tropezar. De aquellas linternas de unos campistas que la cegaron. De su auxilio. De las sirenas de policía, de la ambulancia.

Todo eran preguntas. Peticiones para que contara su historia una y otra vez. Hombres de negro que querían que volviese sobre sus pasos recreando su huida. Para encontrarle, decían. ¿Cómo podían pedirle que volviera a su prisión? Todo parecía un chiste mal contado.

Hasta que un día, aquellos trámites dieron su fruto. Le encontraron. Aferrado al colchón en el que ella dormía. Flashes y portadas coparon su historia durante un tiempo y después todo cayó en el olvido. La vida seguía aunque ella no pudiera seguirle el ritmo. Aunque sintiese que parte de ella había quedado para siempre atrapada en aquel zulo.

Durante mucho tiempo las pesadillas embargaron sus noches. Se despertaba sudorosa y gritando pidiendo auxilio. Hasta que decidió contar su historia. Un día volvió a aquel edificio en el que ella soñó convertirse en heroína.  Y lo que iba a ser una conferencia más, con el fin de que los que iban a dedicarse a salvar vidas obtuviesen un punto de vista cercano de la víctima se acabo convirtiendo en su sanación. Aquellas charlas que a veces se alargaban por sus silencios y su voz entrecortada, terminaron por recordarle algo muy importante: Si, había sido recluida. La habían violado, pegado, torturado y convertido en un objeto inanimado. Pero se acabó. Ella estaba aquí, libre, empezando a vivir de nuevo a su antojo. Ella había ganado y él no. Él era un verdugo recluido donde ya no podría torturar a nadie más…y ella, ella era una heroína.





viernes, 18 de noviembre de 2016

SALIR A LA SUPERFICIE

Nunca se había parado a pensarlo hasta entonces pero era cierto, la soledad tenía sabor, un pequeño y amargo gusto a frío y humedad. Nunca había imaginado que pudiese sentirse físicamente algo que te destrozaba por dentro.  Pero así era. Los anhelos, remordimientos y vacíos que sentía por dentro, también podían torturarla por fuera.

Y la tortura…a veces duraba demasiado. Durante mucho tiempo odió los días lluviosos. Y no era para menos, un día lluvioso significaba aromas gélidos que le traían recuerdos amargos. Recuerdos de otra vida. De otra mujer.

Recuerdos de los zapatazos en el pasillo cuando llegaba a casa. De los murmullos de los vecinos vaticinando la batalla. Del tintineo de las llaves que no encuentran la cerradura. Del silencio de aquel piso que cada vez era más celda y menos hogar.  De los gruñidos que hacían la vez de saludo. Y de la vacilación.

A veces creía que nunca lo olvidaría, que esos malditos eternos segundos de vacilación la acompañarían para siempre. Esos segundos en los que ella sabía, en lo más profundo de su alma, con ese nivel de certeza que pocas veces nos acompaña  en la vida que volvería la pesadilla de nuevo. Y nunca fallaba, tras unos segundos la guerra comenzaba, y con ella las patadas, los insultos, los tirones de pelo, los empujones…


Hasta que su verdugo decidía que tenía que parar. Entonces comenzaban las lágrimas y sollozos en silencio, con cuidado de no enfurecer a la bestia. Y tras eso, los lentos pasos que traían al monstruo de nuevo, disfrazado de culpa y arrepentimiento. Un disfraz  impostado, tejido a base de intentos un día tras otro, pero que conseguía hacerla callar y que escuchara. A veces si cierra los ojos aún puede oírle susurrar:

-Perdóname mujer… Ha sido  un día duro. Estaba agotado.

-Sabes que no quería. No sé que me ha pasado.

Y así un día tras otro. Como si su vida fuese una pesadilla sin fin,  un día entero ardiendo en el infierno y que al llegar a la medianoche rebobina y vuelve a empezar.  Vuelta a la lava, a la tortura. Vuelta a esa soledad tan húmeda y fría.

Hasta que una tarde,  tras los sollozos  después de la contienda abrió la ventana y dejó entrar la brisa fresca. Y fue como tomar una bocanada de aire al salir a la superficie tras mucho tiempo bajo el agua.  Como soltar un suspiro  aliviador que no sabías que estabas conteniendo. Respiró quedamente y observó  a su alrededor.  Hacía un bonito día. Con el ajetreo y bullicio habitual de la ciudad, tráfico, personas de un lado a otro, obras, pero bonito al fin y al cabo, soleado, una tarde agradable arrebatada a la primavera.  Y en medio de tanto bullicio se dio cuenta de algo.

Todos parecían felices, incluso algún malhumorado que parecía haber olvidado la sonrisa en casa parecía feliz, los niños jugando, los ancianos hablando mientras cuidaban de los niños,  los obreros bromeando. Todos.  

Por un segundo se cabreó.  ¿Por qué no podía ella estar ahí abajo? ¿Por qué era presa sin haber cometido delito alguno?  Hasta que se dio cuenta que tal vez, la felicidad es una elección y no una meta utópica. Y que tal vez toda esa gente que sonreía también había sido esclava alguna vez. Hasta que rompieron sus cadenas y salieron a la superficie.

Se marchó esa misma tarde. Hizo las maletas, cogió el móvil y se encaminó hacia la puerta. Vaciló por un segundo cuando estaba junto al resquicio. Vio sus llaves  en la mesita de la entrada, esas llaves que siempre habían simbolizado su hogar y  por un segundo pensó en dar la vuelta.  Hasta que recordó que ninguna prisión puede ser un hogar. Y se marchó sin mirar atrás.

Ese día pidió ayuda. Y es curioso, nunca había imaginado que tenía tanta gente dispuesta a apoyarla. Pero así era. Y aún lo agradecía. Habían sido de gran apoyo cuando creía venirse abajo. Cuando sentía que su nuevo mundo se derrumbaría como un castillo de naipes. Porque a pesar de la fuerza y valentía de la que hizo acopio aquella tarde, fueron muchas  las noches  que pasó asustada tras su huida. Los ataques de pánico cuando escuchaba cerrar una puerta. Y los flashback que llegaban a su memoria cuando oía gritar a sus nuevos vecinos.

No había sido fácil. Fue un camino largo y espinoso plagado de recuerdos. De miedos. Y de tardes húmedas y frías que la evocaban de nuevo a su prisión. Pero lo había conseguido. Ya no quedaba nada de aquella otra tan suya, tan intima y tan lejana a la vez. Porque ya no era aquella mujer. Había forjado una nueva en el camino, fuerte  y valiente, que pasara lo que pasara nunca olvidaba respirar y sonreír. Como aquella tarde en la que al hacerlo, comenzó su propio camino hacia la felicidad.