Nunca se
había parado a pensarlo hasta entonces pero era cierto, la soledad tenía sabor,
un pequeño y amargo gusto a frío y humedad. Nunca había imaginado que pudiese
sentirse físicamente algo que te destrozaba por dentro. Pero así era. Los anhelos, remordimientos y
vacíos que sentía por dentro, también podían torturarla por fuera.
Y la
tortura…a veces duraba demasiado. Durante mucho tiempo odió los días lluviosos.
Y no era para menos, un día lluvioso significaba aromas gélidos que le traían
recuerdos amargos. Recuerdos de otra vida. De otra mujer.
Recuerdos
de los zapatazos en el pasillo cuando llegaba a casa. De los murmullos de los
vecinos vaticinando la batalla. Del tintineo de las llaves que no encuentran la
cerradura. Del silencio de aquel piso que cada vez era más celda y menos hogar.
De los gruñidos que hacían la vez de
saludo. Y de la vacilación.
A veces
creía que nunca lo olvidaría, que esos malditos eternos segundos de vacilación la
acompañarían para siempre. Esos segundos en los que ella sabía, en lo más
profundo de su alma, con ese nivel de certeza que pocas veces nos acompaña en la vida que volvería la pesadilla de nuevo.
Y nunca fallaba, tras unos segundos la guerra comenzaba, y con ella las
patadas, los insultos, los tirones de pelo, los empujones…
Hasta que
su verdugo decidía que tenía que parar. Entonces comenzaban las lágrimas y
sollozos en silencio, con cuidado de no enfurecer a la bestia. Y tras eso, los
lentos pasos que traían al monstruo de nuevo, disfrazado de culpa y
arrepentimiento. Un disfraz impostado, tejido
a base de intentos un día tras otro, pero que conseguía hacerla callar y que
escuchara. A veces si cierra los ojos aún puede oírle susurrar:
-Perdóname mujer… Ha sido un día duro. Estaba agotado.
-Sabes que no quería. No sé que me ha
pasado.
Y así un
día tras otro. Como si su vida fuese una pesadilla sin fin, un día entero ardiendo en el infierno y que al
llegar a la medianoche rebobina y vuelve a empezar. Vuelta a la lava, a la tortura. Vuelta a esa
soledad tan húmeda y fría.
Hasta
que una tarde, tras los sollozos después de la contienda abrió la ventana y
dejó entrar la brisa fresca. Y fue como tomar una bocanada de aire al salir a
la superficie tras mucho tiempo bajo el agua.
Como soltar un suspiro aliviador que
no sabías que estabas conteniendo. Respiró quedamente y observó a su alrededor. Hacía un bonito día. Con el ajetreo y
bullicio habitual de la ciudad, tráfico, personas de un lado a otro, obras,
pero bonito al fin y al cabo, soleado, una tarde agradable arrebatada a la
primavera. Y en medio de tanto bullicio se
dio cuenta de algo.
Todos
parecían felices, incluso algún malhumorado que parecía haber olvidado la
sonrisa en casa parecía feliz, los niños jugando, los ancianos hablando
mientras cuidaban de los niños, los
obreros bromeando. Todos.
Por un
segundo se cabreó. ¿Por qué no podía
ella estar ahí abajo? ¿Por qué era presa sin haber cometido delito alguno? Hasta que se dio cuenta que tal vez, la
felicidad es una elección y no una meta utópica. Y que tal vez toda esa gente
que sonreía también había sido esclava alguna vez. Hasta que rompieron sus
cadenas y salieron a la superficie.
Se
marchó esa misma tarde. Hizo las maletas, cogió el móvil y se encaminó hacia la
puerta. Vaciló por un segundo cuando estaba junto al resquicio. Vio sus llaves en la mesita de la entrada, esas llaves que
siempre habían simbolizado su hogar y por un segundo pensó en dar la vuelta. Hasta que recordó que ninguna prisión puede
ser un hogar. Y se marchó sin mirar atrás.
Ese día
pidió ayuda. Y es curioso, nunca había imaginado que tenía tanta gente
dispuesta a apoyarla. Pero así era. Y aún lo agradecía. Habían sido de gran
apoyo cuando creía venirse abajo. Cuando sentía que su nuevo mundo se derrumbaría
como un castillo de naipes. Porque a pesar de la fuerza y valentía de la que
hizo acopio aquella tarde, fueron muchas las noches
que pasó asustada tras su huida. Los ataques de pánico cuando escuchaba
cerrar una puerta. Y los flashback que llegaban a su memoria cuando oía gritar
a sus nuevos vecinos.
No había
sido fácil. Fue un camino largo y espinoso plagado de recuerdos. De miedos. Y de
tardes húmedas y frías que la evocaban de nuevo a su prisión. Pero lo había
conseguido. Ya no quedaba nada de aquella otra tan suya, tan intima y tan
lejana a la vez. Porque ya no era aquella mujer. Había forjado una nueva en el
camino, fuerte y valiente, que pasara lo
que pasara nunca olvidaba respirar y sonreír. Como aquella tarde en la que al
hacerlo, comenzó su propio camino hacia la felicidad.
2 comentarios:
Radiografía íntima de la Decisión. Muy bien, Lenika
Gracias por tu comentario José Antonio y por tus palabras ;) Un abrazo
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