miércoles, 8 de noviembre de 2017

MI TRADICIÓN
















-No entiendo porque hacemos esto cada año. ¡Es absurdo!- exclamó el pequeño Gabriel con toda la vehemencia e ira que podía contener un niño de ocho años en su interior.

Las manos de Margarita temblaron y  el fósforo recién prendido casi se le resbala entre las manos. Lo apagó resueltamente mientras pensaba en cómo explicar a su hijo una vez más la importancia de todo aquello. Y aunque no conseguía que las palabras brotasen de su garganta, su mente, llevaba rato buceando entre sus recuerdos.

Hija de padre español y madre estadounidense criada en México, Margarita, nacida y criada en un pequeño pueblo de Valladolid,  creció con la certeza de que la verdad absoluta no existía. Tan sólo versiones certeras de una misma realidad.

La realidad era que en todos los países del mundo las personas se enamoraban, nacían, estudiaban, trabajaban, se morían… Lo que cambiaban eras las versiones. En unos países se amaba sin diques, mientras en otros podías ser perseguido según a quién amases. En unos, los niños nacían en hospitales de sábanas blancas rodeados de familiares y amigos mientras que en otros los niños nacían en medio de ruidos de bombas o con maldición según su sexo. Había países en los que estudiar era un privilegio y si eras mujer estaba prohibido mientras que cruzando el charco había gente desaprovechando ese derecho. Y así con todo. Hasta con la muerte.

Ella pronto  notó la diferencia entre sus padres a la hora de abordar casi todo, pero sobre todo con este tema. Su padre decía que había que honrar a los difuntos con flores,  recuerda como le acompañaba cada año a dejar flores al cementerio cada 1 de noviembre. Ramos enormes en este día, coronas de flores en los cumpleaños o aniversarios especiales. Flores sueltas cualquier domingo. Ella solía preguntar si los muertos podían olerlas. Pero la mayor respuesta que obtuvo eran reprimendas silenciosas.

Lo de su madre era otra historia, aunque era igual de inexplicable para ella. Cada año montaba un stand en casa en honor a sus fallecidos. Una especie de altar repleto de cosas que ella no entendía: Fruta para alimentar a los muertos, incienso encendido para que el humo orientase el camino de los fallecidos, agua para calmar la sed, flores, fotografías de los difuntos, figuras de santos…Su padre decía que más que un homenaje parecía una fiesta, casi un insulto. Y hartos de discutir sobre el tema habían optado por ignorarse esos días y no cuestionar las acciones del otro.

 Con el tiempo dejó de cuestionarlo, pero seguía sin entenderlo. Para ella los muertos estaban muertos, no veían si les ponías flores, o si visitabas sus tumbas. Ni mucho menos se dejaban guiar por el camino del humo, ni por la luz de las velas, ni alimentaban sus almas con sus platos favoritos. Así que lo dejó, con el tiempo dejó de acompañar a ambos y pasaba ese día como cualquier otro, a su aire, a su manera, viviendo.

Hasta que se fueron. Un día sus padres cruzaron ese umbral del que tanto se hablaba y la dejaron sola para siempre. Entonces descubrió ese vacío que nada podía llenar. Empezó a comprender las miradas perdidas en momentos especiales. Miradas de niebla que siempre parecían mirar atrás. Aprendió del confort de los silencios y  de la necesidad de hablar de ellos, de perdurar su recuerdo en la mente de su hijo, de rescatar sus costumbres y arrastrarlas a  su día a día, en un intento de mantener su esencia junto a ella.

Ahora cada año decoraba sus tumbas con flores, encendía velas, ponía fotos y figuras de santos. Había mezclado sus recuerdos para honrarlos a ambos. Le parecía más bonito así. Y cómo cada año, llevaba a Gabriel con ella para hacerle partícipe. Y aprovechaba para contarles a ellos acerca de los progresos de su nieto.

-¿Mamá? – La pequeña mano de Gabriel mecía su brazo llamándola.- Se dio cuenta de que llevaba rato perdida en sus recuerdos y que su pequeño aún esperaba una respuesta.


-Lo hacemos para que sigan vivos, si hablamos de ellos, si les hacemos partícipes de nuestras vidas es como si siguieran aquí. Es… es mi tradición cielo, ni mejor ni peor que otras, tan solo es la mía. Algún día encontrarás la tuya. Y, créeme, ese día, lo entenderás. 

sábado, 5 de agosto de 2017

IXTAB


Quizá era uno de los pocos lugares de su niñez en los que aún tenía un buen recuerdo. La playa Ixtab. Sus frondosas pinadas donde los turistas descansaban y se protegían del sol tras una jornada marítima. Las grandes dunas, donde el mar rompía sus olas meciéndolas en vaivén una y otra vez. El paraíso, decía su padre.

De niña para ella sólo era un nombre imposible de recordar. ¿Dónde veraneas? En Ixtab. Lograba pronunciar tras tres o cuatro intentos. Terminó por importarle poco el nombre y, cómo su padre, cuando se despedía de la ciudad hasta septiembre, decía que se iba al paraíso. ¿Eso era no? Días enteros jugando en la arena, haciendo castillos y fosos secretos. Entrando al mar con unos manguitos rosa chillón que su madre había encontrado adorables para ella. En definitiva días felices creando recuerdos de niñez tostándose bajo el sol- o bajo Lorenzo cómo su abuelo lo llamaba- cuando la vida parecía algo maravilloso que siempre sería así. Juegos, risas, familia y amigos. La mejor combinación.

Con el paso de los años, aquellas dunas recogieron muchas más cosas. El primer pitillo. Las primeras copas. Las primeras salidas nocturnas a recintos donde la playa quedaba en el olvido. Los primeros besos furtivos y las primeras lágrimas cuando la tinta azul de Romeo terminaba por desteñir mostrando su verdadero color.

También fue una época de aventuras. Aún recuerda las tardes investigando historias sobre aquel lugar. Cuando descubrieron por casualidad que Ixtab era la Diosa del suicidio en la mitología maya, esposa del Dios de la muerte, Chamer. Las leyendas contaban que aquel lugar fue rebautizado así por las esposas de los marineros que se ahorcaban en la pinada, esperando a que sus hombres volvieran de alta mar. Cuándo había tormenta y el mar se embravecía llovían los rumores de barcos hundidos, de marineros pereciendo en el océano. Y sus resignadas esposas y prometidas caminaban hasta allí con la esperanza de verlos regresar. Rogando para que todo fuera un mal sueño. Cuándo los días pasaban y nada cambiaba, sabían que sus hombres no volverían. Y con el paso de los días, los habitantes del lugar comenzaban a ver sus cuerpos colgados al vacío. 

Por eso bautizaron aquel lugar como la playa de Ixtab, en honor a aquellas parejas destrozadas por el mar bravío. En honor y memoria a aquellos amores tan fuertes que luchaban un pulso con la muerte dejándose vencer. Aún puede verse junto a sus amigas, imaginando historias e investigando en periódicos locales viejas historias, buscando resquicios de realidad en tanta leyenda. Puede parecer macabro, pero en aquella época en la que el desamor y los desengaños parecían lo peor que se podía vivir, buscar empatía y comprensión en otras historias parecía romántico, casi poético.

Quizá por eso había viajado hasta allí. Ahora lo comprendía. Sentada en las dunas mirando el mar, rememorando aquellos recuerdos, por fin lo entendía. Aquel lugar era el único sitio que la vida aún no le había mancillado con sus puñaladas. Y ahora, entrando en este mar, que parecía traer en sus olas ecos y lamentos del pasado. Se daba cuenta, aquel mar era el mejor lugar donde acabar. Así que siguió caminando, dejándose llevar. Hacia donde las olas la mecían, hacía esa línea del fondo del mar que se junta con el cielo. Hacia donde los cuerpos perecen, albergando en sus entrañas los cuerpos de otra vida destrozada. Regalando nuevas leyendas a Ixtab.